Sara, esposa de Abrahán, es una de las figuras femeninas más importantes del Antiguo Testamento.
Su historia, contada principalmente en el libro del Génesis (capítulos 11 al 23), es una lección profunda de fe, fragilidad humana y esperanza contra toda lógica.
Originalmente se llamaba Sarai, y junto con Abrahán, dejó su tierra natal siguiendo una promesa de Dios: que serían padres de una gran descendencia. Pero había un problema evidente: Sara era estéril. A pesar de los años y del paso del tiempo, la promesa de Dios no se cumplía, y eso fue motivo de dolor y frustración.
En un momento de duda, Sara ofreció a su esclava Agar a Abrahán, para que tuviera un hijo por medio de ella. De esa unión nació Ismael. Pero eso no era lo que Dios había prometido. La promesa era que la descendencia vendría de Sara misma, aunque ya tenía noventa años.
Cuando tres misteriosos visitantes —que representan a Dios— llegan al campamento de Abrahán y le reiteran la promesa de un hijo, Sara escucha desde la tienda y se ríe en su interior. Su risa no fue de burla, sino de incredulidad y cansancio. Y Dios le responde con una de las frases más potentes del Antiguo Testamento:
“¿Hay algo demasiado difícil para el Señor?” (Génesis 18:14)
A los noventa años, Sara quedó embarazada y dio a luz a Isaac, cuyo nombre significa risa, en memoria de su momento de duda… y de la alegría que vino después.
Sara murió a los 127 años y fue la primera persona en la Biblia cuya muerte fue llorada con detalle. Abrahán la enterró con profundo amor en la cueva de Macpela.
Sara enseña que la fe no es perfecta. Que incluso los justos pueden dudar. Pero Dios no se retira ante la duda humana: espera, insiste y cumple.
Sara no fue grande por no fallar, sino porque eligió creer cuando ya era tarde.